La silla
¡Paren! ¡Déjenme
respirar! Gritaba el condenado atado a la silla con un electrodo en la cabeza y
otro en la pierna. Aún creía, incluso atravesándole 2000 voltios, que podía
librarse de aquel castigo.
Durante 11 años afianzó
su inocencia repitiéndose como un eco continuo, la sentencia de morir
electrocutado y esperando que una llamada de Dios se apiadase de su alma.
Y justo en ese momento,
en que la corriente golpeaba su interior como látigos de fuego, soportando 17 eternos
segundos de sobresaltos, gritos y espasmos, se liberó de su condena. Se rindió.
El olor a su propia carne quemada y el humo emanando de su cabeza fue lo que
hizo evadirse.
Un segundo más tarde, lo
dejaron caer al suelo. Le arrancaron los cinturones incrustados en su piel aún
latente. El voltaje inicial había fallado.
Se suspendía la ejecución. El reo seguía con vida. Dios,
definitivamente, lo había abandonado.